martes, 26 de agosto de 2014

Julio

Edgardo Malaver




            Un día, cuando tenía unos doce años, leyendo un libro de H.G. Wells en un parque cerca de su casa, Julio Cortázar levantó la vista y vio venir hacia él al hombre invisible. El desconocido llegó a pie desde la estación del ferrocarril. Llevaba en la mano bien enguantada una pequeña maleta negra. Iba envuelto de los pies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltro le tapaba todo el rostro y sólo dejaba al descubierto la punta de su nariz. El muchacho no le despegaba los ojos.
            El hombre se sentó a su lado y puso la maleta entre los dos.
            —¿Libros? —preguntó Julio.
            El hombre invisible, moviéndose, los miró.
            —Sí, sí —dijo—. Son libros.
            —En los libros hay cosas extraordinarias —continuó Julio, como si estuviera recitando un texto aprendido tiempo antes, y empezó a hojear el libro hacia atrás.
            —Ya lo creo —dijo el otro.
            —Y también hay cosas extraordinarias que no se encuentran en los libros —señaló Julio.
            —También es verdad —dijo el hombre invisible, mirando a su interlocutor de arriba abajo.
            —En este libro... —añadió Julio, como si hubiera encontrado la página que buscaba—, en este libro se cuenta una historia sobre un hombre invisible, por ejemplo.
            —¡Qué barbaridad! ¿Y dónde ha sido eso, en Austria o en América?
            —En ninguno de los dos sitios —leyó el niño—. Ha sido aquí.
            —No me juzgues por esa escena. No podía permitir que Marvel se fuera a confabular con el marinero. No podía hacer otra cosa.
            El joven Cortázar cerró el libro al darse cuenta de que su extraño compañero se desviaba del diálogo original. Para intentar tenerlo a raya, le dijo:
            —Pero ahora somos tres los testigos.
            El hombre invisible, sin embargo, lo atajó:
            —Sólo uno. Ya no estamos en Iping.
            —Pero yo, como puede ver, no le tengo miedo, como Marvel. Y yo puedo verlo.
            —Está bien, hijo. Tú ganas. ¿Qué quieres?
            —¿Qué quiere usted?
            —En primer lugar, ese libro —el muchacho lo apretó contra su pecho—. En segundo, algo de ropa: me muero de frío.
            Julio sonrió.
            —Yo no tengo que contarlo lo que quiero a cambio.
            —No sé si puedo ayudarte.
            Julio miró hacia su derecha. Observó su casa, las rosas que cultivaba su madre, las señoras que pasaban al frente. Observó la puerta cerrada, la ventana de su cuarto, que había dejado abierta, la cantidad de luz que incidía sobre la calle.
            —No le quedan muchos minutos para decidirse. Mi madre pronto va a llamarme para que vaya a comer.
            El hombre invisible se levantó y se quitó el sombrero. Lo puso sobre los libros y le dijo al niño:
            —Acepto.
            —¿Y cómo...?
            —Mira los libros.
            No se había dado cuenta, pero el sombrero había invisibilizado los libros. Asombrado, Julio miró otra vez al hombre invisible, que comenzaba a convertirse en una leve sombra sobre el verde de los árboles.
            —Es decir...
            —¡Sí! ¡Apúrate, sólo tenemos unos segundos!
            Julio comenzó a quitarse la camisa. Después de unos segundos, el hombre invisible estaba totalmente vestido y el muchacho, casi desnudo, se puso el sombrero. Luego se apresuró a echarle mano a su libro de Wells, y, dándole la mano al su interlocutor, comenzó a caminar a hacia su casa.
            —Espera —llamó el hombre invisible—, dejas algo.
            —No —dijo Julio—. Conserve su diario.
            Y lo vio seguir su camino hacia su casa, como flotando sobre la grama. Logró adivinar sus huellas hasta que no pudo distinguirlo más en el momento en que debía estar, quizá, cruzando la calle.
            Segundos después, la ventana de Julio se cerraba sin hacer ruido, como si una mano imperceptible la moviera desde adentro.

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